Ha transcurrido ya más de medio siglo desde que Eugene Wigner (1902-1995) publicara su célebre artículo «La irracional eficacia de las matemáticas en las ciencias naturales», y sin embargo sigue hoy sorprendiendo por la profundidad del problema que planteó (véase también la entrada Einstein, Wigner y el misterio de las matemáticas, en este mismo blog). Wigner nació en Budapest; a principios de los años veinte se fue a Alemania, primero a Berlín y después a Gotinga, donde empezó sus investigaciones en mecánica cuántica e intentó colaborar con David Hilbert. Tras la subida de Hitler al poder en 1933, Wigner, que era judío aunque convertido al luteranismo, dejó definitivamente Alemania y se estableció en los Estados Unidos (trayectoria vital casi idéntica a la que siguieron otros de sus ilustres compatriotas, como John von Neuman, Edward Teller o Gabor Szëgo). Cuando se descubrió la fisión del uranio a finales de 1938, y temeroso del uso bélico que los nazis pudieran darle, formó parte, junto con Albert Einstein, del grupo de científicos que advirtieron de ese peligro al presidente Roosevelt; después se implicó activamente en la fabricación de las primeras bombas atómicas. Por sus contribuciones al conocimiento de la estructura del núcleo atómico, Wigner recibió el premio Nobel de Física en 1963. Tres años antes publicó el artículo al que me he referido arriba.
La tesis de Wigner, en sus propias palabras, afirma: «La enorme utilidad de las matemáticas en las ciencias naturales es una circunstancia que bordea el misterio; un hecho para el que no hay una explicación racional».
Esta dicotomía entre lo abstracto y lo útil está emparentada con otra que también se da en las matemáticas: el enfrentamiento entre lo emocional y lo racional. Y ambas probablemente no sean otra cosa sino el reflejo de tensiones similares en el cerebro humano.
A pesar de que el cerebro humano es lo que nos distingue como especie, sigue siendo el órgano más desconocido. Apenas hemos empezado a rascar la dura costra que nos impide acceder a sus secretos e incluso ignoramos el porqué de sus utilidades o necesidades más básicas (por ejemplo, no sabemos para qué sirve dormir o soñar). Nuestro cerebro incorpora de serie una estructura lógica, racional, muy ligada al lenguaje; a todas luces un añadido o mejora muy reciente en la escala evolutiva. Pero es también en el cerebro donde reside lo emocional, lo pasional, ese poso de instintos filtrado a través de los genes que hemos heredado de las especies que nos precedieron en el árbol genealógico. Lo racional y lo instintivo/emotivo parecen oponerse; así, a la más elaborada función del cerebro, a ese acto de entender al que llamamos inteligencia, Piaget lo caracterizó por oposición a lo instintivo: es lo que utilizamos cuando no sabemos qué hacer.
Lo instintivo está más ligado a lo que vemos, a lo que oímos, a lo que olemos, a lo que percibimos a través de la piel, del tacto, a los sentidos en suma; con la naturaleza nos relacionamos mayormente por vía sensorial. Sin embargo, la inteligencia genera otro tipo de conocimiento intrínsecamente diferente, pero con una potencia tal que nos permite una comprensión, y a veces un dominio de lo que nos rodea, incomparablemente superior: la inteligencia nos ha permitido descubrir secretos de la naturaleza indiscernibles para los sentidos. En cierta manera esto justifica porque no es irracional que la física acierte explicando la naturaleza. En palabras de Wigner: «Al físico le interesa descubrir las leyes de la naturaleza inanimada». La eficacia de las teorías físicas para explicar la naturaleza es por tanto buscada, por eso es más difícil asignarle el calificativo de irracional. Lo irrazonable acontece porque en bastantes ocasiones el físico acaba echando mano de las matemáticas y de sus conceptos, que no han sido creados para explicar ninguna realidad física exterior, sino que han sido paridos a la luz de un razonamiento interior y abstracto, y en muchas ocasiones son más fruto de un capricho estético que de otra cosa. Los físicos, además, a veces usan determinadas teorías matemáticas porque no tienen otra cosa mejor a su disposición, lo que hace todavía más irracional la eficacia de las matemáticas: «Una posible explicación del uso que hace el físico de las matemáticas –escribió Wigner– es que el físico es una persona irresponsable: cuando encuentra una conexión entre dos cantidades que le sugiere una conexión bien conocida en matemáticas, el físico da el salto para concluir que la conexión es esa ya discutida en matemáticas, simplemente porque no conoce ninguna otra conexión similar».
Por otro lado, en la dicotomía cerebral entre emoción y razón, las matemáticas parecen caer del lado de lo racional, y a menudo se afirma que incluso se oponen a lo emocional. Esta afirmación no es, sin embargo, cierta, pues las matemáticas tienen una fuerte impronta emocional, como cualquiera que las haya ejercido o conozca de su historia sabe bien. Las matemáticas se desdoblan, como el cerebro: es cierto que lo racional le es imprescindible pero también tienen una componente netamente pasional, pues las matemáticas se mueven entre el acaloramiento de descubrir y la fría lógica de demostrar (ese enfoque enriquecedor es el que solemos aplicar en este blog).
Con mayor o menor importancia a lo largo de la historia, la demostración entró en matemáticas de manos de los griegos. Una demostración es un acto de reflexión, de meditación, que nos aleja de la realidad y nos adentra en las profundidades de nuestro pensamiento. Una demostración es un dialogo, una conversación con nuestra propia mente, a la que tratamos de convencer de la lógica de un razonamiento. Cuando buscamos una demostración nos alejamos de la realidad, nos abstraemos de ella; las demostraciones las suele hacer el matemático en soledad, aislado, encerrado dentro de sí. No es raro que una demostración matemática tenga poca o ninguna relación con la información que nos trasmiten los sentidos y mucha con la forma en que se ordenan y traban los pensamientos en el interior de la mente humana. A eso se refería Russell cuando hablaba de que el pitagorismo había dejado como herencia «la concepción de un mundo eterno que se revela al intelecto y no a los sentidos». Y a eso se refería también Wigner cuando afirmaba: «Las matemáticas son la ciencia de hacer operaciones sumamente hábiles con conceptos y reglas inventados precisamente para ese propósito».
Por eso que sea tan irracional la utilidad de las matemáticas en las ciencias naturales. Las matemáticas están llenas de conceptos abstractos que parecen no ser de este mundo, hasta el punto de que Karl Popper (el más influyente filósofo de la ciencia del siglo XX) dijo que ni siquiera son una ciencia, o no en el sentido en que las otras ciencias lo son, precisamente porque no es su preocupación máxima el estudio y conocimiento de la realidad. Y es que a veces las matemáticas se parecen más a la teología que a la física o la química, y acaso por eso nadie haya sabido dar con la razón de su irracional eficacia para explicar los fenómenos de la naturaleza.
Las matemáticas son una invención humana, un conjunto de axiomas y reglas de la lógica que se combinan para desarrollarlas. Y, sin embargo, son de gran utilidad para describir el universo. Quizás sea porque los axiomas y las reglas que utilizan parten de nuestra experiencia o perspectiva de la realidad.
En geometría, al comienzo, se aceptó el quinto postulado de Euclides por su «evidencia». Sin embargo, al eliminarlo, surgieron otras geometrías.
Tengo entendido que algunos investigadores trabajan eliminando o modificando los axiomas o las reglas lógicas que se utilizan de costumbre para descubrir nuevas matemáticas.