Este año se cumplen cien años del final de la primera guerra mundial, que causó no pocos destrozos en la matemática europea. Esos destrozos pudieron visualizarse en los dos primeros Congresos Internacionales de Matemáticos de la posguerra, celebrados en 1920 en Estrasburgo y 1924 en Vancouver: se vetó en ellos la participación de la comunidad matemática alemana, la más importante en aquella época, así como la de otras naciones que habían perdido la guerra (Austria, Hungría, Bulgaria).
Uno de los matemáticos más combativos en favor de la exclusión alemana fue el francés Emile Picard (1856―1941): «En cuanto a ciertas relaciones rotas por la tragedia de estos últimos años –afirmó en 1920-, nuestros sucesores verán si un tiempo suficientemente largo y un sincero arrepentimiento pudieren permitir retomarlas un día, y si fueren dignos de ingresar de nuevo en el concierto de las naciones civilizadas quienes de él se han excluido. En cuanto a nosotros, demasiado cercanos a los acontecimientos, aún hacemos nuestras las hermosas palabras pronunciadas durante la guerra por el cardenal Mercier, que perdonar ciertos crímenes es hacerse cómplice». Claro que Picard tenía más de una razón personal para justificar su postura anti alemana. Había, en realidad, cuatro buenas razones. La primera fue su padre, muerto durante el sitio que sufrió París en la Guerra Franco-Prusiana de 1870. Las otras tres, sus hijos: dos hijos y una hija, todos muertos a consecuencia de la primera guerra mundial.
Aparte de esas razones personales, Picard pudo también tener razones profesionales. Parece ser que la guerra diezmó a Francia de matemáticos jóvenes, y de científicos jóvenes en general; un número desproporcionadamente grande de ellos cayeron en las trincheras: algunos hablan de hasta un 40% de los alistados. Esa pérdida de juventud se notó en el poderío matemático francés, que tardó en alcanzar los niveles que tenía antes de la guerra, y eso gracias al empuje que ejercía la enorme tradición matemática de Francia y su presencia política -no se debe olvidar que un matemático, Paul Painlevé, fue nombrado Ministro de la Guerra en marzo de 1917, y posteriormente fue, de septiembre a noviembre de ese año, Primer Ministro de Francia-.
La situación quizá no fuera tan dramática en Inglaterra, aunque también muchos científicos jóvenes perdieron la vida en las trincheras, sobre todo después de imponerse la leva obligatoria a principios de 1916. La sangría matemática fue, sin embargo, menor en Alemania, pues a los jóvenes científicos se les encontró otros usos bélicos diferentes a su utilización como carne de cañón en las trincheras.
La exclusión se repitió en 1924. El Congreso Internacional se celebró ese año en Vancouver pero, en este caso, el sentido de comunidad matemática había empezado a presionar, y hubo un llamamiento de la delegación americana, secundada por las delegaciones italiana, danesa, holandesa, sueca, noruega y británica, para eliminar las exclusiones nacionales impuestas tras la Gran Guerra. La iniciativa tuvo éxito, y en 1926 se decidió que los excluidos podían volver a participar en el siguiente Congreso, previsto para 1928 en Bolonia ―la situación fue parecida en otras ciencias; por ejemplo, después de la guerra, no se permitió la presencia de físicos alemanes en los Congresos Solvay hasta 1927―.
Hubo, de todas formas, llamadas a boicotear el Congreso de Bolonia. No sólo de Picard, que anunció que no asistiría, sino también de una parte de los matemáticos alemanes; se quejaban, entre otras cosas, de que una de las actividades planeada era la visita a una planta eléctrica situada 200 quilómetros al norte de Bolonia, en una región que los italianos llaman Alto Adige y los austriacos Tirol, y que había pasado de soberanía austriaca a dominio italiano tras la primera guerra mundial.
En el otro extremo de la balanza alemana estaba David Hilbert, cabeza visible del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Gotinga; por esa época, Hilbert era, con diferencia, el matemático más prestigioso, y Gotinga uno de los centros matemáticos más reputados del mundo, si no el que más. Hilbert, uno de los más fieles defensores del internacionalismo matemático, tuvo que emplearse a fondo para desactivar el boicot alemán al Congreso de Bolonia. Al igual que Einstein, Hilbert había mantenido durante la primera guerra mundial una postura más pacifista y menos nacionalista. Los dos habían rehusado firmar en 1914 la declaración de 93 intelectuales alemanes dirigida «Al mundo civilizado» apoyando la invasión de Bélgica y la actitud belicosa del Káiser. Hilbert, además, había publicado en 1917 un obituario del matemático Gastón Darboux; en mitad de la contienda eso era todo un desafío porque Darboux, a más de gran geómetra, era también francés. Hilbert tuvo que aguantar una manifestación de alumnos universitarios a las puertas de su casa exigiendo que se destruyeran los ejemplares con el obituario dedicado al «matemático enemigo»; pero Hilbert no se arredró, y exigió al Rector una disculpa pública de la Universidad so pena de renunciar a su puesto en ella. La disculpa fue inmediatamente formulada.
Al final Hilbert consiguió que la comunidad matemática alemana tuviera una digna participación en el Congreso de Bolonia: 76 participantes; después de Italia, Alemania fue la nación más representada. De las otras naciones excluidas en los Congresos de 1920 y 1924, participaron en Bolonia 22 húngaros, 9 austriacos y 5 búlgaros. La postura beligerante de Picard no fue seguida de manera generalizada por los franceses, de los que hubo 56 en Bolonia.
Los matemáticos supieron escenificar la reunificación: «Con mucho esfuerzo ―afirmó el Presidente Salvatore Pincherle en la ceremonia inaugural―, el Comité Organizador perseveró para llevar paz al espíritu de las gentes, reconciliación a las naciones que la guerra enfrentó, y para reestablecer las relaciones colegiales que han caracterizado a los matemáticos en los congresos de antes de la guerra»; y, casi a la vez que estas palabras se pronunciaban, entraron en la sede del congreso las delegaciones alemana, austriaca, búlgara y húngara. A la cabeza de todos ellos caminaba el ya sexagenario David Hilbert. «Durante unos minutos no se oyó un ruido en la sala ―escribió Constance Reid en la biografía de Hilbert―. Entonces, espontáneamente, todos los presentes se levantaron y aplaudieron». Hilbert tomó entonces la palabra y dijo: «Las matemáticas no saben de razas y no conocen más patria que el mundo de la cultura».
Referencias:
Guillermo Curbera, Mathematicias of the world, unite!, AK Peters, Wellesley, 2008.
Antonio J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.
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