PLAZA DE SAN MARCO, VENECIA
Sentados en un banco, bajo los soportales,
dos jóvenes se miran incendiados de la misma manera
que el agua veneciana se estremece cuando la mira el sol.
Son dos cuerpos en armas: ligeros de equipaje,
coraza de algodón, pantalones vaqueros
y la fresca insolencia de sus escasos años.
Tienen todo el día y la noche para amarse por plazas y pensiones,
toda Venecia para mostrar su amor.
Uno de ellos se tumba
y apoya la cabeza en el regazo amigo
como un cristo yacente ofrecido y vivísimo
coronada de luz la cabeza rapada.
Se inclina el compañero y le besa
mordiéndole en los labios como quien come una fruta madura.
Curva la espalda, tensado el cuello, la barbilla encajada
y las bocas unidas, se quedan un momento sin moverse:
gloriosa imagen en mármol de Carrara.
Los contemplan dos viejos sorprendidos,
mil palomas, un bosque de miradas
y una tarde gloriosa de septiembre.
A uno de los viejos se le corta la sangre
y siente un navajazo en las entrañas
al recordar que hace ahora casi cincuenta años
en esta misma plaza, una mochila por toda compañía,
alguien que al preguntarle «Vai solo?»
le enseñó el camino hacia lo oscuro.
Cuando volvió a su casa no le reconocieron
y tuvo que marcharse lejos de su ciudad a vivir en tinieblas.