LA IMPORTANCIA DEL SIGNIFICADO. TRABAJAR LA CREATIVIDAD VERBAL EN COOPERACIÓN A PARTIR DE LOS PRINCIPIOS SEMÁNTICOS (Versión MOOC)
Acerca de las clases

Para ilustrar estas ideas, proponemos la lectura de este fragmento del libro Ébano de Ryszard Kapuscinski, en el que el autor relata la primera vez que pisó el continente africano (2000: 9 – 11).

El comienzo, el impacto, Ghana 1958. 

Lo primero que llama la atención es la luz. Todo está inundado de luz. De claridad. De sol. Y tan sólo ayer: un Londres otoñal bañado en lluvia. Un avión bañado en lluvia. Un viento frío y la oscuridad Aquí, en cambio, desde la mañana todo el aeropuerto resplandece bajo el sol, todos nosotros resplandecemos bajo el sol.

Tiempo ha, cuando los hombres atravesaban el mundo a pie o a caballo o en naves, el viaje los iba acostumbrando a los cambios. Las imágenes de la tierra se desplazaban despacio ante sus ojos, el escenario del mundo apenas giraba. El viaje duraba semanas, meses. El hombre tenía tiempo para familiarizarse con ambientes diferentes, con nuevos paisajes. El clima también cambiaba gradualmente, poco a poco. Antes de que el viajero de la fría Europa alcanzase el ardiente ecuador, ya había experimentado la temperatura agradable de Las Palmas, el calor de El-Mahara y el infierno de Cabo Verde.

¡Hoy no queda nada de aquellas gradaciones! El avión nos arrebata violentamente del frío glacial y de la nieve para lanzarnos, el mismo día, al abismo candente del trópico. De pronto, cuando apenas nos hemos restregado los ojos, nos hallamos en el centro de un infierno húmedo. Enseguida empezamos a sudar. Si hemos llegado de Europa en invierno, nos libramos de los abrigos, nos quitamos los jerséis. Es el primer gesto de nuestra iniciación, es decir, de la gente del Norte, al llegar a África.

Gente del Norte. ¿Hemos pensado que la gente del Norte constituye una clara minoría en nuestro planeta? Canadienses, polacos, lituanos y escandinavos, parte de americanos y de alemanes, rusos y escoceses, lapones y esquimales, evenkos y yakutios, la lista tampoco resulta muy larga. No sé, si entre todos, abarcará más de quinientos millones de personas: menos del diez por ciento de los habitantes del planeta. La inmensa mayoría, desde que nace hasta que muerte, vive al calor del sol. Además, el hombre nació al calor del sol, sus huellas más antiguas se han encontrado en países cálidos. ¿Qué clima reinaba en el paraíso bíblico? Reinaba el calor eterno, tanto que Adán y Eva podían ir desnudos y no sentir frío ni siquiera a la sombra de un árbol.

Ya en la escalerilla del avión nos topamos con otra novedad: el olor del trópico. ¿Novedad? Si no es otro que el olor que llenaba la tienda del señor Kanzaman, Productos Ultramarinos y Demás, situada en la calle Perec de Pi?sk. Almendras, clavos, dátiles, cacao. Vainilla, hojas de laurel; naranjas y plátanos por piezas y cardamomo y azafrán al peso. ¿Y Drohobycz? ¿El interior de Las tiendas de color canela, de Schultz? Al fin y al cabo, “su interior mal iluminado, oscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor a laca, colores, incienso, aromas de países lejanos, de raras mercancías”. Con todo, el olor del trópico es algo distinto. No tardaremos en notar su opresión, su pegajosa materialidad. Ese olor enseguida nos hará conscientes de que nos encontramos en ese punto de la tierra en que la frondosa e incansable biología no para de trabajar: germina, brota y florece, y al mismo tiempo padece enfermedades, se desintegra, se carcome y se pudre.

Es el olor del cuerpo acalorado y del pescado secándose, de la carne pudriéndose y la kassawa asada, de flores frescas y algas fermentadas, en una palabra, de todo aquello que, a un tiempo, resulta agradable y desagradable, que atrae y echa para atrás, que seduce y da asco. Ese olor nos llegará de los palmerales, saldrá de la tierra incandescente, se elevará por encima de las alcantarillas apestosas de las ciudades. No nos abandonará, es parte del trópico.

Y finalmente, el descubrimiento más importante: la gente. Gentes de aquí, del lugar. ¡Cómo encajan en ese paisaje, en esa luz, en ese olor! ¡Cómo se convierten el hombre y la naturaleza en una comunidad indivisible, armónica y complementaria! ¡Cómo se funden en un solo cuerpo! ¡Cómo cada una de las razas está enraizada en su paisaje, en su clima! Nosotros moldeamos nuestro paisaje y él moldea los rasgos de nuestros rostros. En medio de esas palmeras y lianas, de toda esa exuberancia selvática, el hombre blanco aparece como un cuerpo extraño, estrafalario e incongruente. Pálido, débil, con la camisa empapada en sudor y el pelo apelmazado, no cesan de atormentarlo la sed, el tedio, la sensación de impotencia. El miedo no lo abandona: teme a los mosquitos, a la ameba, a los escorpiones, a las serpientes: todo lo que se mueve lo llena de pavor, de terror, de pánico.

Los del lugar, todo lo contrario: con su fuerza, gracia y aguante, se mueven con desenvoltura y naturalidad, y a un ritmo que el clima y la tradición se han encargado de marcar; un ritmo tal vez poco apresurado, más bien lento, pero, a fin de cuentas, en la vida tampoco se puede conseguirlo todo; de no ser así, ¿qué quedaría para nosotros?