Conciertos 2011-2012

cartel Atalaya baja 2011Para el año 2011, se acometió la recuperación de la obra de Juan Manuel de la Puente (1692-1753), que fue maestro de capilla de la Catedral de Jaén.

Los conciertos de 2011 se celebraron en Sevilla (23 de noviembre), Córdoba (día 25) y Jaén (día 26). El de Jaén se enmarcó dentro del XV Festival de Música Antigua de Úbeda y Baeza, comenzando una política de alianzas con los festivales de música más representativos de nuestra Comunidad Autónoma

Además, el concierto  fue incluido dentro de la programación del XI Festival de Música Española de Cádiz el día 24 de noviembre de 2011. Como el año anterior, en toda la difusión del concierto en Cádiz y en los programas de mano se hizo la correspondiente mención del proyecto Atalaya, auspiciado por la Secretaría General de Universidades, Investigación y Tecnología de la Junta de Andalucía y con la participación de las diez universidades públicas andaluzas.

El concierto de Sevilla fue retransmitido por la TV de la Universidad de Sevilla (tv.us.es), y su señal ofrecida a las demás universidades andaluzas.

 

PROYECTO ATALAYA-RECUPERACIÓN DE PATRIMONIO MUSICAL ANDALUZ-2011/2012. Espacio, sonido y afectos en la Catedral de Jaén.
La música policoral de Juan Manuel de la Puente

ORQUESTA BARROCA DE SEVILLA

Enrico Onofri, Director musical
Coro “Juan Manuel de la Puente”

María Espada, soprano
Marta Infante, mezzosoprano
Jesús García Aréjula, barítono
Lluís Vilamajó, Director del coro

CONCIERTOS

23 NOVIEMBRE 2011 · 20:30
UNIVERSIDAD DE SEVILLA
IGLESIA DE LA ANUNCIACIÓN

25 NOVIEMBRE 2011 · 21:00
UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA
IGLESIA DE SAN AGUSTÍN

26 NOVIEMBRE 2011 · 20:00
UNIVERSIDAD DE JAÉN
XV FESTIVAL DE MÚSICA ANTIGUA
DE ÚBEDA Y BAEZA
S. I. CATEDRAL DE JAÉN
PROGRAMA
Juan Manuel de la Puente (1692-1753)

Oíd, infelices moradores
Villancico de calenda a 11 voces en cuatro coros con violines y bajón a la Purísima Concepción (1731)
En este convite sacro
Villancico a 10 voces en tres coros con violines al Santísimo
Sacramento (1718)
A la competencia, cielos
Villancico a 10 voces en tres coros con violín y bajón a la Asunción
de Nuestra Señora (1715)
A dónde, niña hermosa
Villancico de calenda a 10 voces en tres coros con violines a la
Purísima Concepción (1734)
Miserere mei, Deus
Salmo a 18 voces en siete coros (1726)

 

PLANTILLA

Alessandro Tampieri, concertino
José Manuel Navarro, José Manuel Villarreal, violines I
Leo Rossi, Valentín Sánchez, Antonio Almela, violines II
Mercedes Ruiz, violoncello
Ventura Rico, contrabajo
Javier Zafra, bajón
Manuel Vilas, arpa
Eligio Quinteiro, cuerda pulsada
Alejandro Casal, clave y órgano

CORO “JUAN MANUEL DE LA PUENTE”
Cristina Bayón, Rocío de Frutos, Anaís Olivera, Verónica Plata
sopranos
Montserrat Bertral, Gabriel Díaz, Eulàlia Fantova, Elena Ruiz
altos
Francisco Fernández, Israel Moreno, Víctor Sordo
tenores
Pablo Acosta, Javier Jiménez
bajos
Lluís Vilamajó
director del coro

SOLISTAS
María Espada, soprano
Marta Infante, mezzosoprano
Jesús García Aréjula, barítono

Enrico Onofri, director musical

NOTAS AL PROGRAMA

De la Puente reinventado

El 6 de octubre de 1711 Juan Manuel García de la Puente, un joven seise de diecinueve años pero de prometedor talento, fue elegido maestro de capilla de la Catedral de Jaén tras unas disputadas oposiciones. Desde entonces y hasta su muerte en 1753, rigió el facistol de la seo giennnense, formó a varias generaciones de músicos y dejó un impresionante legado que fácilmente superaría el millar de obras. De la Puente es un compositor objetivamente parangonable en fantasía, sensibilidad y originalidad a los más reconocidos maestros españoles de su generación, como José de Torres, José de Nebra, Juan Francés de Iribarren o Pedro Rabassa, entre quienes se singulariza de forma distintiva por su colorido y sonoridad. Con ocasión del tercer aniversario de su llegada a Jaén, este concierto no sólo pretende reivindicar al compositor como uno de los grandes nombres de la música española del siglo XVIII, sino también reinventarlo, ofreciendo una corta aunque variada selección de su ambiciosa obra policoral, aún inédita, que nos muestra una faceta del músico desconocida pero que está a la altura de su ya celebrada producción camerística.

Natural de Tomellosa (Guadalajara), De la Puente adquirió su formación religiosa y artística en la Catedral de Toledo, un centro musical de referencia. Allí asumió tanto los fundamentos del estilo antiguo de la mano de los entonces maestros –Pedro de Ardanaz, Juan Bonet de Paredes y Miguel de Ambiela– como los del nuevo lenguaje italianizante que rápidamente se iba extendiendo procedente de la cercana corte madrileña. Del De la Puente hombre sólo conocemos lo que nos indican las Actas de Cabildo de Jaén. En 1716 se ordenó racionero y se le asignó una silla alta en el coro izquierdo de la catedral; vivía junto a su hermano Juan Francisco –también clérigo, como Juan Manuel– a escasos metros de la catedral, en la calle Pilarillos (actual Julio Ángel). Responsable y cumplidor, sobrio, sencillo y quizás hasta introvertido, De la Puente no gustaba de acompañar a los músicos en las salidas a parroquias y conventos, prefiriendo recluirse en la intimidad de su alcoba y dedicarse a la composición. Sus años en la capital del Santo Reino pasaron sin grandes conflictos entre exámenes a seises y músicos, informes sobre el estado de la capilla, referencias al cobro de sus rentas en metálico o especie y permisos –cuatro meses al año– para la composición de villancicos.

Este perfil un tanto plano en lo personal contrasta con su acusada personalidad artística, tal y como se transmite en los tres delicados volúmenes que reúnen parte de su obra compuesta hasta 1735, y que forman parte de una serie integrada originalmente por al menos nueve. De la Puente copió dos de los tres tomos conservados y creemos que supervisó su confección y organización (como así parece indicarlo la foliación y los índices, autógrafos del compositor); su simple contemplación resulta emocionante y denota, a través de sus múltiples detalles, el cuidado, esmero y amor que ponía en su trabajo. Pese a sus desvelos y dedicación, la fama de De la Puente en su época –y a ello pudo contribuir él mismo– parece que no pasó de lo estrictamente local, como así lo atestiguan las escasas copias de su música fuera de Jaén. Recluido en una ciudad de provincias, De la Puente exponía al Cabildo en 1751 sus más de “cuarenta años que le ha servido con continua residencia”. Suponemos que a lo largo de su vida mantendría contactos con colegas del entorno andaluz o castellano, o con antiguos compañeros seises salidos de la cantera toledana, ya convertidos –como él– en maestros de capilla, lo que le permitiría seguir estando al día de las novedades. Sin embargo, pensamos que fue precisamente su actividad en un núcleo periférico, alejado de los grandes centros, lo que le permitió forjar un estilo tan personal.

El núcleo fundamental de su producción conservada lo configuran los villancicos y cantatas sacras y, en mucha menor medida, profanas, que constituyen un repertorio fundamental para el estudio de la recepción de la cantata en la Península por sus novedades estilísticas y su temprana cronología en el ámbito catedralicio. Dentro de este corpus, ocupa un lugar singular su producción policoral, en la que siguiendo unos patrones técnicos bien establecidos, contrapone diversos coros o grupos de músicos –cada uno con una combinación distinta de voces e instrumentos–, que se alternan y responden unos a otros de forma antifonal hasta reunirse en puntos culminantes. Estos momentos de masa coral y bloques sonoros a tutti se intensifican a través del uso de progresiones y de efectos de eco y contraeco, tan de gusto español, y se combinan con otras secciones de métrica, rítmica, tonalidad y plantilla contrastantes que adquieren forma de breves y aforísticos recitados, elegantes y melódicamente inspiradas arias de capo y arietas, lentos e imitativos graves o efectistas y triunfales arrastres, combinados con las tradicionales coplas, estribillos y responsiones. Esta multiplicidad y variedad de secciones, junto con una amplia gama de recursos retóricos y figuralismos que acentúan el sentido de determinas palabras y toda una curiosa paleta de dinámicas y signos de expresión (media voz, sentido, andado, sentado, quedo, amoroso, fúnebre temblado, etc.), permiten expresar eficazmente los distintos afectos de unos textos que, al menos ocasionalmente, fueron compuestos por el propio De la Puente, como así lo acredita la reciente localización de un pliego con los textos cantados en la Navidad de 1750 compuestos por el maestro “así poesía como música”.

Lo más normal era que los distintos coros permaneciesen juntos en torno al facistol del coro, aunque en determinadas ocasiones se separaban y se ubicaban a distintas alturas en tribunas, púlpitos y tarimas de madera, lo que añadía un mayor efecto al juego de pregunta-respuesta al desplegar en el espacio los contrastes y tensiones de la música. El propio De la Puente parecía ser consciente de que esta separación espacial planteaba problemas interpretativos; justo antes de escribir el “repartimiento de coros” de su Miserere, el compositor avanzó que “en estas obras de coros distantes se arriesga”, por lo que enfatizaba la necesidad de que cada coro llevara su propio acompañamiento, de forma que los cantores, aunque alejados físicamente, pudieran apoyarse y sentirse arropados por un bajo instrumental; en el presente concierto, estos requerimientos quedan subsanados con un desarrollado y colorido continuo integrado por violón, contrabajo, órgano/clave, arpa, bajón y tiorba. Así pues, la policoralidad adquiere una dimensión eminentemente espacial y arquitectónica, indisolublemente unida a la sonoridad natural de las catedrales (lo que confiere un carácter especial a la audición de hoy, totalmente “de iglesia”), pero también una dimensión simbólica como despliegue musical del poder y suntuosidad de una Iglesia Barroca que usaba del espacio, del sonido y de los afectos para mover a los fieles a la contemplación.

Una de las características más singulares de De la Puente es su tratamiento del bajón, insólito en la cantata europea de la época. En su calidad de instrumento grave entre los “de boca”, lo habitual en el ámbito hispano es que el bajón limite su papel a doblar o sostener el bajo vocal o a engrosar la variable instrumentación del acompañamiento. Sin embargo, en De la Puente adquiere un gran protagonismo melódico, tanto en diálogo con las voces como en pasajes a solo abiertamente virtuosísticos. Esta escritura tan idiomática y tan temprana quizá tenga su origen en la propia condición de nuestro autor como bajonero (extremo éste que no ha podido confirmarse en la documentación consultada) o, más probablemente, en la presencia de algún intérprete excepcional de ese instrumento. De hecho, entre los diversos bajoneros activos en la capilla en tiempos de De la Puente hubo dos que descollaron por su dominio técnico. El primero fue Luis Francisco López de Contreras, quien sirvió durante todo el periodo de De la Puente (1698-1752). Ya en 1703, con anterioridad a la llegada del nuevo maestro, el Cabildo dio un aumento de salario a López de Contreras en atención a su elevada competencia. En 1707 fue llamado a la Catedral de Sevilla, donde le hicieron una sustanciosa oferta de 1000 ducados y casa que rechazó “por el grande afecto” que tenía a Jaén; el Cabildo supo reconocer el gesto –e implícitamente la maestría del músico– y le concedió un aumento en 1707 y otro al año siguiente para dejar así bien atada a Jaén su “grande habilidad y suficiencia”. Las Actas de 1752 recuerdan una vez más “su especial habilidad” con ocasión de su jubilación, sin duda merecida. El otro bajonero de fuste fue Baltasar Colomo, miembro de una dinastía giennnense de músicos activos en las catedrales de Cádiz y Jaén. En 1732, Juan Manuel de la Puente calificó a Colomo de “sujeto de especial genio y destreza”; no en vano, acabó relevando al mismo De la Puente como maestro de seises y compositor de villancicos cuando los achaques le impidieron el correcto desempeño de sus funciones.

Oíd, infelices moradores

Toda serie de villancicos comenzaba con uno especialmente elaborado, llamado de calenda. Oíd, infelices moradores, a once voces en cuatro coros, fue el villancico de calenda compuesto para la fiesta de la Purísima Concepción de diciembre de 1731. Estamos, quizá, ante la obra con mayor calado teológico de las que hoy escucharemos siendo, al mismo tiempo, radicalmente original en el aspecto dramático-narrativo. La temática del texto se inscribe en una amplia tradición dentro de la literatura villanciquera: con la imagen de un escenario bélico de fondo, un arrogante Luzbel que se cree triunfante toma la palabra, pero un eco divino –que se presenta de forma policoral, con toda su fuerza de expresión– logrará vencerle, repitiendo insistentemente el mensaje de redención que conlleva el misterio de la Inmaculada Concepción.

La Introducción se inicia con los tiples de los coros 2 y 3 a dúo cantando sobre un bajón que hace de pedal, a la manera del bordón de la gaita, y que tendrá momentos de gran virtuosismo en la pieza. Anuncian de manera solemne y marcial la entrada del diablo, representado por el tenor solista, que se alegra de los pesares de la Humanidad, condenada por el pecado original cometido por Adán, y se regocija de su hazaña al lograr engañarlo. Tras él, todas las voces, cual coro de un ejército diabólico, desean la muerte y el sacrificio de los cristianos. A continuación, en un Amoroso a seis voces con violines, los católicos se lamentan por su pesar y su condena. La música, con un ostinato rítmico formado por corchea con puntillo, semicorchea y corchea en bailable compás de 6/8, transmite eficazmente el sentimiento de pesadez y desánimo de los hombres, quienes gimen y lloran “al infelice son de la cadena”.

Cuando la victoria del Mal parece inevitable, se vislumbra un atisbo de esperanza para el Mundo; y De la Puente lo expresa de una manera efectiva y sutil en un Recitativo protagonizado por el diablo en el que recuerda que los hombres son sus prisioneros debido a la caída de Adán; pero a cada frase que dice, un suave y expresivo eco, realizado por el tenor del segundo coro, repite las últimas sílabas de cada palabra final, como ovillejo o combinación métrica, transformando el mensaje del demonio en un concepto nuevo y reconfortante. Así, las cuatro malévolas expresiones “alguna”, “grave”, “desgracia” y “severa”, se convierten en “una”, “ave”, “gracia” y “era”. Esta frase, a modo de mantra o fórmula mágica, aparece transversalmente en el texto del siguiente movimiento, un Responsión en ecos, interpretado a seis voces por los coros 2 y 3; la paloma blanca, símbolo de la Inmaculada Concepción, viene a salvar del pecado original a los hombres. Después de esto, como si los creyentes, pletóricos, hubieran percibido una señal salvadora, el tutti canta un Arrastre de carácter triunfal, con un característico movimiento agitado y convulso de los violines, repitiendo todos juntos el mensaje de salvación que trajo el eco.

Sigue una Arieta, interpretada por los tiples de los coros 2 y 3 y glosada a tutti, donde se insta al diablo a que huya al abismo, porque sus días de gloria han acabado gracias al remedio de la Inmaculada Concepción. Satán, viéndose derrotado por esta Verdad, entona afligido las palabras “ay, qué rigor; ay, qué pesar” sobre una melodía descendente acompañada por el continuo, un topoi narrativo asociado desde los inicios de la ópera al lamento, y con la que De la Puente consigue un fuerte dramatismo. Finalmente, un Grave a seis voces nos confirma que el rumbo malévolo de Luzbel –representado retóricamente con un ritmo punteado sobre la palabra “belicoso”– se ha vuelto contra sí mismo; y la obra acaba exactamente igual que comenzó, con una sección coral, pero con sutiles variantes textuales a favor del Cristianismo. El dúo de tiples en forma de pregón muestra que el ejercito del diablo se ha transformado ya en el de la Virgen María: “Oíd, ya felices moradores de la tierra […] que una niña valiente hoy avasalla al príncipe de las tinieblas”, un triunfo que se traduce en la brillante tonalidad de Re Mayor con la que concluye la sección y el villancico.

En este convite sacro

En este convite sacro, para 10 voces en tres coros con violines y acompañamiento, fue escrito para la fiesta del Santísimo Sacramento de 1718. Aunque es la pieza más breve de las incluidas en el concierto es, probablemente, la que mejor representa el estilo compositivo de De la Puente. A caballo entre modernidad y tradición, por un lado busca encuadrarse dentro de las formas y modos musicales italianos con la utilización de recitados y arias (con la novedad de hacerlo no para una voz en solitario, sino en pareja), pero, por otro, no ignora en ningún momento los referentes hispanos, en forma de ritmos, armonías y apoyaturas de fuerte sabor tradicional.

La Introducción es un Grave en el que el coro 1 de solistas (un tiple y un tenor), invitan a los presentes al “convite sacro” que se celebra ese día. El coro 2 –compuesto de tiple, alto, tenor y bajo, al igual que el coro 3– contesta con el mismo motivo en voz “queda” como eco lejano, seguido de los violines. Este modelo de ecos en bloque se repetirá varias veces hasta que los solistas, rompiendo con la homofonía anterior, cantan un breve pasaje fugado que terminará llevándonos otra vez a la estática calma del principio con las palabras “convite sacro”. Pero De la Puente, experimentando con el máximo contraste, echa a andar de improviso a los violines en el siguiente movimiento (“Venid, venid mortales”), con un ritmo rápido e incansable de corcheas –casi mecánico–, que dura lo justo para presentar a los solistas; se trata de una sección que, con un enérgico empuje de las cuerdas, nos transportan a través de diversas progresiones ascendentes (algunas ciertamente imprevisibles) a un frenético tutti final que invita de nuevo a los “mortales” a disfrutar de los favores del misterio del Sacramento.

Después de este soberbio despliegue policoral, la serenidad se impone en el Recitativo a dúo cantado por los solistas. Se prepara así la dulce entrada de los violines, que introducen el tema principal del Aria a dúo, en la que De la Puente demuestra su dominio en la escritura contrapuntística, jugando hábilmente con apoyaturas, retardos, disonancias y suaves modulaciones que convierten a este aria en un pasaje delicioso; en el texto, los solistas se lamentan de no tener el “corazón de David” para poder adorar el Cuerpo de Cristo con mayor fuerza. La sección final, a cargo del coro segundo, explicita con finalidad pedagógica –de ahí la textura homofónica utilizada– la bondad de Dios, quien “siendo león poderoso se ofrece cordero”. A continuación, entran inesperadamente las diez voces de los tres coros en la responsión final repitiendo con la orquesta el texto “venid, venid mortales”; la obra finaliza en un rotundo tono de la menor.

 A la competencia, cielos

A la competencia, cielos a 10 voces en tres coros es la pieza más temprana del programa, compuesta en 1715 por un joven De la Puente poco después de llegar a Jaén; es un villancico dedicado a la Asunción de la Virgen, advocación de la Catedral jienense y, por tanto, una de las fiestas grandes del templo. El coro primero, de solistas, está compuesto de nuevo por un tiple y un tenor, mientras que los otros dos presentan la plantilla vocal típica del Barroco hispano (dos tiples, alto y tenor para el coro 2; tiple, alto, tenor y bajo para el 3). La orquesta la forman un violín, un bajón y un acompañamiento general. Comienza esta obra con un extenso Estribillo compuesto por una serie de movimientos melódicos basados en el arpegio de tónica y dominante a modo de pregunta-respuesta entre el bajón y el violín, otra vez con un tono marcial; esto pronto desemboca en la entrada del tiple, que llama a la Humanidad a competir por alabar a María, que sube a los cielos en cuerpo y alma. La elevación de la Virgen es representada por una progresión armónica ascendente que retrasa hasta el límite la cadencia a la tónica y que llega finalmente sobre las palabras “a coronarse reina”, cuyo aire mayestático se representa por medio del ritmo de corchea con puntillo y semicorchea. Resuelta la tensión de la progresión, hacen su aparición de forma solemne los tres coros que, en bloques homofónicos, parecen de verdad competir escalonadamente por cantar el texto, repartiéndose el protagonismo de las entradas, mientras violín y bajón equilibran el estatismo de las voces con una “persecución” entrelazada de escalas ascendentes y descendentes, en un entorno armónico fuertemente modulante entre la tonalidad mayor y menor. Esta dinámica contrastante, que caracteriza gran parte de la sección, se rompe por dos breves solos del coro 1, realizados primero por el tenor y luego por el tiple, acompañados contrapuntísticamente por el violín y el bajón, respectivamente.

Siguiendo la estructura tradicional del villancico español, el estribillo es seguido por cuatro Coplas a solo, cuya originalidad radica en el papel concedido a los instrumentos que, de modo alterno, acompañan a los cantantes del coro 1 con una melodía de gran virtuosismo. El bajón toca, junto al acompañamiento general, con el tiple en las coplas 1 y 3, mientras el violín lo hace en solitario con el tenor en las 2 y 4; lo curioso en las coplas de tenor y violín es que De la Puente desnuda la textura al prescindir del bajo, lo que confirma una vez más el interés del autor por explorar sonoridades poco frecuentes en la música española de su tiempo. Tras cada una de las coplas, un Responsión a cuatro voces con instrumentos glosa el texto cantado por los solistas, celebrando la coronación de la Virgen y alabando los beneficios que su Asunción conlleva a los cristianos. La selección del compás de proporción menor (3/2) para esta sección, tan típico del siglo XVII hispano, nos muestra a un De la Puente que fusiona eficazmente elementos de la tradición con aires de modernidad, introduciendo además como acompañamiento obligado el violín, documentado tempranamente en la Catedral de Jaén (al menos desde 1708).

 A dónde, niña hermosa

Juan Manuel de la Puente compuso el villancico a 10 voces en tres coros, A dónde, niña hermosa, para la fiesta de la Inmaculada Concepción de 1734; a pesar de compartir dedicación y ser de datación cercana a Oíd, infelices moradores (1731), poco o nada tiene que ver con aquél, ni musical ni conceptualmente. En esta ocasión, es la propia Virgen María la que protagoniza la obra, representada por el tiple del coro 3 en el papel de una inocente niña –para reforzar la idea de su pureza–, mientras el resto de las voces encarnan a la Humanidad, que le recuerda constantemente el objetivo de su misión: el triunfo sobre la serpiente, símbolo del pecado original. La plantilla se compone de tiple, alto y tenor para los coros 1 y 2 y tiple (solista), alto, tenor y bajo para el tercero; como acompañamiento instrumental, dos violines con pasajes de cierta elaboración y continuo. La Introducción se inicia con un dúo de los tiples de primer y segundo coro, preguntándole a la Virgen-niña, con extremada dulzura y sensibilidad musical, por su destino y advirtiéndole de las dificultades con las que se va a encontrar. Acabada la octavilla inicial, el resto de las voces suplican a la niña que abandone su camino, repitiendo “aguarda”, “espera”, “detente”, tres palabras que vertebrarán el texto de las intervenciones a tutti en buena parte de la obra; a la vez, los violines ejecutan un tema melódico de gran belleza, de ritmo sincopado y ligero, que destaca sobre la textura flotante producida por los distintos ecos de las diez voces. En medio de este pirotécnico movimiento, los coros 1 y 2 rompen la inercia y cantan a solas con el acompañamiento, explicándole a la Virgen que, al verla tan inocente y perfecta, temen que se desgracie en su periplo; acabado esto los violines retoman el tema principal con el resto de la plantilla.

Contrastando con este frenético pasaje, sigue un suave lamento Despacio para solistas (tiple del coro 3 acompañado por los violines en staccato), probablemente uno de los momentos más inspirados y expresivos de la obra conocida de este maestro. La niña se queja de la inquietud que le producen las advertencias ya que, al ser pura, desconoce los peligros que la acechan; a esto responden los altos y tenores de los coros 1 y 2 diciéndole que le espera “un dragón terrible, una sierpe fiera, un áspid engañoso y una culpa fea” que pueden incluso matarla. Pero la Virgen no se amedrenta; de nuevo retoma fuerzas y, en la siguiente sección (“Ni el riesgo me acobarda”), se produce un cambio de carácter: la valerosa niña inicia un diálogo musical de gran efectividad donde contrastan su bravo arrojo con el temor de los hombres, acabando con la misma melodía desarrollada por los violines anteriormente; de esta forma, De la Puente unifica y redondea de forma sublime la introducción del villancico, que por sí sola revela que estamos ante un compositor de la mejor escuela.

Sigue un Vivo, donde los tiples de los coros 1 y 2 se maravillan al ver que la niña se enfrenta sin dificultad a la serpiente y se preguntan, junto con las demás voces, quién es esa cría prodigiosa, pidiendo saberlo de su propia boca. Es interesante destacar que, mientras en el resto de la obra el autor usa un estilo musical de carácter internacional –ligado a las modas italianas que arrasan en la Europa del momento–, en este fragmento De la Puente suena profundamente hispano, con ritmo ternario y un obsesivo movimiento armónico de tónica y dominante, similar al del fandango, que recuerda a los sones populares que se introducían en la música escénica española de la época. En un Recitativo simple, la niña confirma su concepción inmaculada y su poder divino para ganar a la serpiente, idea que desarrolla en las siguientes tres coplas breves; después de cada una, los tres coros cantan un Responsión celebrando el misterio que han presenciado y bendiciendo su pureza.

 Miserere mei, Deus

Dentro del repertorio policoral de De la Puente, resulta singular por diversos motivos su Miserere mei, Deus, un ambicioso salmo a dieciocho partes en siete coros fechado en 1726, y de una riqueza sonora impresionante. Esta obra se inscribe dentro de una moda barroca que consistió en la composición de ampulosos Misereres para un gran número de efectivos vocales e instrumentales, en consonancia con la importancia de la festividad en la que se interpretaba: el Triduo Sacro de Semana Santa. Lo sorprendente del Miserere de Juan Manuel de la Puente no es sólo su elevado número de coros, sino también la separación espacial y la ubicación exacta de cada grupo en distintos lugares del presbiterio, crucero y coro, deliberadamente señalados por el compositor antes de la partitura.

Desconocemos si De la Puente compuso esta obra por algún motivo en particular o si, por el contrario, se creó para ser interpretada en el marco de la liturgia. Sí sabemos que precisamente en abril de 1726 (justo el tiempo de Semana Santa en el que se interpretaban los Misereres) comenzó la construcción del coro actual a cargo de José Gallego y Oviedo. ¿Pudo existir una relación directa entre esta singular y experimental obra musical y el derribo del antiguo coro, en el que De la Puente había estado trabajando desde su llegada en 1711? Serían plausibles varias interpretaciones que irían desde que el Miserere fuera un último homenaje al coro de inminente desaparición, hasta que se desplazara la capilla de música al crucero por la simple razón de encontrarse parte del coro ya en obras. En todo caso, el coro de 1726 era muy diferente al de hoy: ocupaba la mitad de espacio, la altura de las tribunas era menor –llegaría aproximadamente al arranque de la crestería de la sillería– y el órgano de tribuna era el de fray Jaime Begoños, de menores dimensiones que el actual. Todos estos cambios, unido a la incertidumbre de no saber si el Miserere llegó a interpretarse en el crucero mismo (no es una zona diseñada arquitectónicamente para la música y presenta unas dificultades sonoras fáciles de comprobar), nos ha llevado a proponer una recreación adaptada que –creemos– no traiciona el espíritu del compositor, pero facilita notablemente su interpretación a los músicos y su audición al público: se sigue fielmente la disposición recomendada por el compositor, pero se traslada su ubicación desde el crucero al interior mismo del coro, espacio de mayor bondad acústica.

A simple vista, la partitura denota que el espacio pensado para la interpretación del Miserere marcó definitivamente el estilo en que fue escrito; la distancia entre los cantantes y la alta reverberación de la cúpula impuso un estilo homofónico, sin grandes hazañas armónicas que dificultaran la escucha entre músicos, emborronaran el resultado sonoro e hicieran ininteligibles los textos. El salmo está integrado por veinte versos, en los que De la Puente hace del contraste de masas corales un recurso estructural que articula la obra a tres niveles. En primer lugar, por su tratamiento rigurosamente alternatim, oponiendo los versos impares (cantados polifónicamente por una gran capilla vocal-instrumental), con los versos pares (interpretados en un sencillo canto llano por el coro de clérigos). Segundo, por el contraste existente dentro de los propios números polifónicos, donde los números a tutti (versos 1, 3, 5, 13 y 19) explotan los efectos de conjunto, la densidad textural y el tratamiento antifonal de las masas sonoras, mientras que en los números camerísticos para solistas (versos 9 y 15), dúo (verso 11) y trío (versos 7 y 17), De la Puente da rienda suelta a su inagotable vena melódica, tanto en la parte vocal como instrumental. Por último, y dentro de cada verso, la ley del contraste y la imitación entre coros y melodías vocales e instrumentales se impone, haciendo que la obra rezume barroquismo y teatralidad por los cuatro costados. El tratamiento de los violines y su gusto por la progresión recuerda en algunos momentos a la música veneciana contemporánea y, en concreto, el lenguaje de Antonio Vivaldi, particularmente al inicio del verso 5 (“Tibi soli”, acompañado de la llamativa indicación de expresión fúnebre temblado). Este Miserere refleja magistralmente la capacidad de expresión de los distintos afectos sugeridos en cada verso (desde lo sereno y compungido hasta lo brillante y triunfal). Es particularmente reseñable la búsqueda del efectismo con la contraposición de bloques sonoros y su repetición en forma de cascada, con ecos y contraecos, lo que genera un efecto atmosférico de carácter envolvente: es el “estéreo” del siglo XVIII.

Tras estudiar y quedar fascinado por la música de De la Puente, el musicólogo y sacerdote Nemesio Otaño escribió una carta al Cabildo de Jaén en 1940 en la que confesaba su admiración y señalaba que sería “una gloria para la Iglesia de Jaén revivir la memoria del maestro [De] La Puente y colocarla en el alto pedestal que se merece”. A principios de la década de 1990, el prestigioso conjunto Al Ayre Español (que acababa de grabar un CD monográfico dedicado al maestro con transcripciones de Pedro Jiménez Cavallé, primero y único hasta la fecha) desafortunadamente no pudo presentar en primicia mundial las obras de De la Puente en la Catedral de Jaén y tuvo que hacerlo en el Paraninfo del Conservatorio de Música. Hoy tenemos la certeza de que, con este hermoso reencuentro, el lugar Juan Manuel de la Puente en la que fue su casa durante casi medio siglo queda asegurado para siempre.

José A. Gutiérrez Álvarez (Universidad Complutense)
Javier Marín López (Universidad de Jaén)